domingo, 6 de octubre de 2013

La Sangre del Espíritu

En su obra “Del Sentimiento Trágico de la Vida”, Miguel de Unamuno, parafraseando a un tal Oliver Wendell Holmes, dijo: “La lengua es la sangre del espíritu”. Al oír esta sentencia, nos sentimos conmovidos, estremecidos interiormente. Esto nos ocurre porque adivinamos que esconde una verdad radical, que ha dado en la tecla respecto de algún aspecto, aunque aún no sepamos distinguirlo con claridad. Y, en efecto, la sentencia no puede ser más elocuente, pero tampoco puede ser más oscura. Trataremos de desentrañar su misterio.
Nuestro mundo, el mundo humano, es apenas una dimensión del mundo total: una dimensión cada vez mayor, una porción que se amplía progresivamente, desplazando despóticamente a las demás, sometiéndolas incluso, pero no deja de ser una “parte” del total. Y, como es bien sabido, en un sistema ninguna parte se encuentra aislada, escindida, separada de las otras; al contrario, se halla cada una en una imbricada relación con las demás, en una constante corriente de influjo recíproco. A los meros fines didácticos de esta exposición, podemos englobar a las demás partes del mundo total bajo el nombre genérico y –lo reconozco- algo vago de “mundo de las cosas”.
De modo que cabe ahora preguntarnos cómo se da la interacción entre lo que hemos llamado “el mundo humano” y lo que designamos “el mundo de las cosas”.
Si nos detenemos a pensar del modo inductivo, y observamos cómo nos relacionamos con las cosas, daremos que siempre, en una u otra circunstancia, nos las “representamos”; es decir, nos las ponemos delante de nosotros mismos, y las interrogamos, les preguntamos para qué nos sirven, qué hacen, cuál es su forma, de qué están hechas, qué utilidad tienen para nosotros, cómo nos afectan. Y, a través de este ejercicio de representación, les descubrimos o les adjudicamos -que en este caso es lo mismo- a las cosas un sentido, un significado; esto es, un lugar y una función particular dentro de nuestro “mundo humano”.
En este momento conviene indagar cómo está hecho ese puente que trazamos hacia el mundo de las cosas, de qué materiales nos valemos para edificarlo, cuál es –en última instancia- la materia primordial de nuestras representaciones. Encontramos la respuesta al instante (más bien, acude ella sola hacia nosotros): la palabra, el lenguaje, constituye ese puente que salva el abismo entre el mundo humano y el mundo de las cosas.
A través de la palabra nos explicamos el mundo, a fin de poder desarrollar en él nuestra existencia. Por medio del lenguaje adaptamos el mundo a nuestras urgencias humanas, a nuestros apremios y necesidades, a nuestras expectativas vitales. De esta manera nos es dado significar el mundo, otorgarle un sentido. Al fin y al cabo, “designar” significa tanto “formar un propósito” como “dar un nombre”. De modo que, al designar las cosas, les damos un sentido propio, en todo de acuerdo a nuestra voluntad, para bien o para mal; dicho de otro modo: al nombrar las cosas, humanizamos el mundo. 
Así, hemos arribado a la conclusión de que la dimensión del mundo que habitamos, nuestro mundo humano, está sostenida por un pilar fundamental: nuestro lenguaje, nuestras palabras.
Propongo ahora que nos asomemos a eso que llamamos “realidad”, a fin de constatar la validez de esta idea. Allí observamos lo siguiente: nuestro sistema jurídico-político, que regula nuestra convivencia humana, está estructurado en palabras; nuestras religiones, que proponen un sentido, un orden y un fin a la existencia, están sostenidas por las palabras; nuestras ciencias, a través de las que entendemos y manipulamos el mundo, están construidas con palabras. Cuando nos hallamos ante el edificio monumental de la cultura humana, no podemos dirigir la mirada hacia ningún punto sin hallar la intervención fundamental de las palabras. Incluso la propia historia de la humanidad comienza cuando aprendimos a acuñar las palabras, para evitar que se las llevara el viento. Todo esto asevera nuestra hipótesis de que el lenguaje constituye el cimiento radical del mundo humano.
Veamos a continuación qué nos dice la palabra “Espíritu”. El vocablo Espíritu, así como Alma, en sus raíces latinas originales (Spiritus y Ánima, respectivamente), tienen aproximadamente igual significado, a saber: “aliento”, hálito”, “soplo de vida”. Los griegos, al referirse a esta entidad, hacían alusión a lo mismo, aunque articulando distintos sonidos: psique y pneuma. La misma analogía puede observarse en otros contextos culturales, por caso, la palabra alemana “Geist”.
Es preciso detenerse aquí, puesto que ha sido un alemán, Jorge Guillermo Federico Hegel, el que ha ampliado para la posteridad la concepción de Espíritu, llevándolo del plano individual al plano universal, hacia un “universal unificado”. Desde Hegel, el vocablo Espíritu –Geist, en alemán- designa inequívocamente el sistema articulado de representaciones que da cuenta del mundo, que lo explica, otorgándole un sentido y a la vez un propósito. A partir de Hegel, se hace más patente la diferencia de los términos Espíritu –que abarca un ámbito universal- y Alma –que se ciñe a un entorno individual. Fue entonces que el Espíritu pasó a ser el Alma Universal, y el Alma, por su parte, pasó a ser el Espíritu individual.
Pero, como se recordará, habíamos establecido antes que la materia a partir de la cual se fraguan todas nuestras representaciones es la palabra. De manera que, de esta forma, hemos llegado a develar el enigma tras del cual nos lanzamos en el camino de la reflexión: el lenguaje constituye la sustancia, la sangre, del sistema de representaciones que conforma el mundo que habitamos, del Espíritu. La Lengua es la sangre del Espíritu.
El resultado no debe sorprendernos; después de todo, ambas cosas, palabra y espíritu, están hechos desde el principio de los tiempos de la misma materia: aliento, hálito, soplo de vida humano.

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