domingo, 7 de abril de 2013

Primer cuento

Bien, comencemos entonces. Como ustedes sabrán, a la hora de comenzar algo, no hay mejor forma de hacerlo que desde el principio. Esto es, lo que se dice, una "perogrullada". Por eso, lo primero que voy a compartir con ustedes es mi primer cuento, escrito hace ya más de 6 años.
Se llama "Un sueño agitado", y, en rigor de verdad, no es uno de mis favoritos de los que he articulado. Consta de dos partes: en la primera, se describe un sueño, que en verdad tuvo quien suscribe (pero no puedo decir que sea una fiel transcripción, puesto que la vigilia le quiso agregar ella también algunos de sus adornos); y en la segunda, se trata de interpretar ese sueño, no ya en sí mismo, sino como sueño en sí.
En fin, cuando lo lean quizá entiendan lo que quise hacer. Yo creo que peca de excesiva claridad, algo que no es bueno en la literatura, ni en el arte en general.


Un sueño agitado

Bautista se dio cuenta un día, luego de tener la noche anterior un sueño agitado, que sus fantasías se extienden más allá de las fronteras del sueño.
Había soñado, aquella extraña noche, que caminaba sin sentido, en medio de un desaforado desierto, descalzo sobre la arena ardiente, y bajo el calor implacable de un sol inclemente; un horizonte vacío se prolongaba hasta el infinito. Advirtió que invadía a su espíritu una sensación de pesadumbre y nostalgia que nunca antes había tenido, un sentimiento de profunda e insalvable soledad.
Mientras erraba por aquel terreno inculto, desesperanzado y triste, vio a lo lejos la figura de su padre, lo que lo reconfortó, brindándole una brisa de alivio. Corrió hacia él, surcando los médanos, pero por mucho que corría no lograba alcanzarlo. La distancia que los separaba era, por momentos, tan inmensa como la de un océano, y, por momentos, tan pequeña como la de unos pocos pasos. Parecía como si la intención de su padre fuera, tan sólo, la de marcarle algún rumbo dentro de la infinidad de posibilidades que al caminante se le presentan en la vasta inmensidad del desierto.
Después de mucho fatigar las dunas, Bautista logró al fin dar con él, quien parecía estar esperándolo desde hace siglos. El joven no pudo contener una avalancha de preguntas que se aglutinaron en su mente, sin orden ni coherencia. Su padre respondió a todas aquellas desesperadas inquisiciones con un gesto silencioso, gesto que insinuaba una sonrisa, pero que era casi imperceptible; y haciendo un ademán con su mano le señaló la dirección en que se erigían dos gigantescas figuras de piedra, que Bautista aún no había advertido.
Azorado ante la imagen imponente de aquellos colosos de mármol, el muchacho no pudo evitar que las lágrimas brotasen de sus atónitos ojos. Aquellas portentosas estatuas, que se extendían desde la tierra hacia los cielos, hasta alcanzar los confines del firmamento, evocaban dos ancestrales guerreros, ataviados para la batalla. Sus rostros le resultaban desconocidos a Bautista, pero aun así los hallaba extrañamente familiares.
Entonces, con el ánimo renovado y su corazón colmado de nuevas esperanzas, se echó a andar con toda seguridad por el único camino que ahora se le presentaba como posible, como verdadero.
Luego de atravesar un estrecho puente de madera que cruzaba un insondable precipicio, ingresó por el portal gótico de un sombrío palacio en ruinas. Un tenue resplandor violeta iluminaba sus salas. Notó que los altos muros del castillo eran como los de un grotesco cementerio: cada uno de ellos contenía un sinnúmero de nichos asimétricos, dentro de los que se albergaban los despojos de aquellos que en otros tiempos, en otros mundos, en otras vidas, habían sido personas, como él.
Bautista sintió angustia por ellos, pero también sintió angustia por sí mismo, porque descubrió que en su profundidad más íntima, en el recinto más verdadero y propio de su persona, se hallaba solo, irremediablemente solo.
Tras desenredar el laberinto que entretejían las cámaras del cementerio, el joven se encontró a sí mismo parado en la cima de una montaña. Le pareció haber ascendido a la cumbre de la Tierra. Aspiró el viento gélido y diáfano de las alturas, y escudriñó los vastos horizontes. Divisó, en las lejanías del rojo poniente, un fastuoso edificio suspendido inexplicablemente en el aire; sus imposibles formas cautivaron su corazón. Maravillado ante aquel prodigio, comenzó a descender de la cúspide en dirección a él, y poco después despertó.

Bautista permaneció en su cama por algunos momentos, recorriendo con su mente las alucinaciones de su extraño sueño. La alarma de su reloj despertador puso fin a sus elucubraciones, sumergiéndolo bruscamente en la helada realidad; eran ya las siete de la mañana y debía disponerse a ir al trabajo.
Se levantó y preparó su desayuno, al tiempo que oía las tempranas y triviales noticias que, no sin gravedad en el tono, anunciaba la voz eléctrica de la radio. Cuando hubo acabado, tomó su maletín y su abrigo, y salió.
La mañana estaba fría; los cielos, estorbados por nubes grises; y los aires, cargados de reminiscencias. Transitando por las calles de su barrio, el muchacho saludaba ocasionalmente a sus vecinos, quienes, como él, se disponían a comenzar la jornada. Cada uno de ellos se hallaba, como cada mañana, absorto en sus actividades cotidianas. Bautista tuvo por vez primera en su vida la impresión de que el impulso con que estas personas llevaban a cabo estas tareas provenía de un remoto pasado, y que sólo restaba de él una extraña inercia cuyo efecto parecía no cesar; tal como si hubiesen decidido, en aquel remoto y perdido pretérito, las cosas que harían durante el resto de su existencia, y que, ahora, tan sólo se limitaban a cumplir con rigurosa minuciosidad los pasos de un plan maestro que era -o parecía ser- a la vez infalible e insoslayable.
Sacudió de su mente esos vertiginosos pensamientos diciéndose a sí mismo: “¿Acaso no tengo problemas más serios de que ocuparme? Estoy llegando tarde la oficina, y lo único que ganaré será otro reproche del jefe”. Apuró su marcha, entonces; pero aquellos furtivos fantasmas de su conciencia no dejaron de perseguirlo.
Caminando ya por la avenida, vio en la vereda de en frente a la mujer de quien él había estado enamorado largo tiempo. Sintió en su interior reavivarse vestigios de congojas pasadas; jamás había tenido la oportunidad de que ella lo escuchase, de que en verdad escuchase cuanto él tenía para decirle. Recordó al instante todos aquellos años durante los que duró su idilio, y le parecieron, paradójicamente, el periodo de su vida en que más vivo y feliz se ha sentido, pero también el más turbulento y doloroso.
Supo entonces que las fantasías, las suyas propias y las de sus semejantes, se extienden más allá de las fronteras del sueño, y se inmiscuyen subrepticiamente dentro de las lúcidas regiones de la vigilia, vestidas con el atuendo de la sobria realidad. Y una vez allí, donde creemos los hombres hallarnos exentos de su influjo, ejercen con mayor eficacia su dominio sobre nuestros actos, puesto que ignoramos por completo su accionar.
Bautista comprendió así que nunca le hubiera sido posible franquear los muros del sueño de su amada, hallándose él mismo inmerso en otro, tan grande, tan profundo y tan hermético como el de ella.
Se estremeció ante el descubrimiento de cuán inmenso y trágico es todo destino humano, y se sintió profundamente maravillado.

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