Se llama "Un sueño agitado", y, en rigor de verdad, no es uno de mis favoritos de los que he articulado. Consta de dos partes: en la primera, se describe un sueño, que en verdad tuvo quien suscribe (pero no puedo decir que sea una fiel transcripción, puesto que la vigilia le quiso agregar ella también algunos de sus adornos); y en la segunda, se trata de interpretar ese sueño, no ya en sí mismo, sino como sueño en sí.
En fin, cuando lo lean quizá entiendan lo que quise hacer. Yo creo que peca de excesiva claridad, algo que no es bueno en la literatura, ni en el arte en general.
Un sueño agitado
Bautista se dio cuenta
un día, luego de tener la noche anterior un sueño agitado, que sus fantasías se
extienden más allá de las fronteras del sueño.
Había soñado, aquella
extraña noche, que caminaba sin sentido, en medio de un desaforado desierto,
descalzo sobre la arena ardiente, y bajo el calor implacable de un sol inclemente;
un horizonte vacío se prolongaba hasta el infinito. Advirtió que invadía a su
espíritu una sensación de pesadumbre y nostalgia que nunca antes había tenido,
un sentimiento de profunda e insalvable soledad.
Mientras erraba por aquel
terreno inculto, desesperanzado y triste, vio a lo lejos la figura de su padre,
lo que lo reconfortó, brindándole una brisa de alivio. Corrió hacia él,
surcando los médanos, pero por mucho que corría no lograba alcanzarlo. La distancia
que los separaba era, por momentos, tan inmensa como la de un océano, y, por
momentos, tan pequeña como la de unos pocos pasos. Parecía como si la intención
de su padre fuera, tan sólo, la de marcarle algún rumbo dentro de la infinidad
de posibilidades que al caminante se le presentan en la vasta inmensidad del
desierto.
Después de mucho fatigar
las dunas, Bautista logró al fin dar con él, quien parecía estar esperándolo
desde hace siglos. El joven no pudo contener una avalancha de preguntas que se
aglutinaron en su mente, sin orden ni coherencia. Su padre respondió a todas
aquellas desesperadas inquisiciones con un gesto silencioso, gesto que
insinuaba una sonrisa, pero que era casi imperceptible; y haciendo un ademán con
su mano le señaló la dirección en que se erigían dos gigantescas figuras de
piedra, que Bautista aún no había advertido.
Azorado ante la imagen
imponente de aquellos colosos de mármol, el muchacho no pudo evitar que las
lágrimas brotasen de sus atónitos ojos. Aquellas portentosas estatuas, que se
extendían desde la tierra hacia los cielos, hasta alcanzar los confines del
firmamento, evocaban dos ancestrales guerreros, ataviados para la batalla. Sus
rostros le resultaban desconocidos a Bautista, pero aun así los hallaba
extrañamente familiares.
Entonces, con el ánimo
renovado y su corazón colmado de nuevas esperanzas, se echó a andar con toda
seguridad por el único camino que ahora se le presentaba como posible, como
verdadero.
Luego de atravesar un estrecho
puente de madera que cruzaba un insondable precipicio, ingresó por el portal
gótico de un sombrío palacio en ruinas. Un tenue resplandor violeta iluminaba
sus salas. Notó que los altos muros del castillo eran como los de un grotesco cementerio:
cada uno de ellos contenía un sinnúmero de nichos asimétricos, dentro de los que
se albergaban los despojos de aquellos que en otros tiempos, en otros mundos,
en otras vidas, habían sido personas, como él.
Bautista sintió angustia
por ellos, pero también sintió angustia por sí mismo, porque descubrió que en
su profundidad más íntima, en el recinto más verdadero y propio de su persona,
se hallaba solo, irremediablemente solo.
Tras desenredar el
laberinto que entretejían las cámaras del cementerio, el joven se encontró a sí
mismo parado en la cima de una montaña. Le pareció haber ascendido a la cumbre de
la Tierra. Aspiró
el viento gélido y diáfano de las alturas, y escudriñó los vastos horizontes. Divisó,
en las lejanías del rojo poniente, un fastuoso edificio suspendido inexplicablemente
en el aire; sus imposibles formas cautivaron su corazón. Maravillado ante aquel
prodigio, comenzó a descender de la cúspide en dirección a él, y poco después
despertó.
Bautista permaneció en
su cama por algunos momentos, recorriendo con su mente las alucinaciones de su
extraño sueño. La alarma de su reloj despertador puso fin a sus elucubraciones,
sumergiéndolo bruscamente en la helada realidad; eran ya las siete de la mañana
y debía disponerse a ir al trabajo.
Se levantó y preparó su
desayuno, al tiempo que oía las tempranas y triviales noticias que, no sin gravedad
en el tono, anunciaba la voz eléctrica de la radio. Cuando hubo acabado, tomó
su maletín y su abrigo, y salió.
La mañana estaba fría;
los cielos, estorbados por nubes grises; y los aires, cargados de
reminiscencias. Transitando por las calles de su barrio, el muchacho saludaba
ocasionalmente a sus vecinos, quienes, como él, se disponían a comenzar la
jornada. Cada uno de ellos se hallaba, como cada mañana, absorto en sus
actividades cotidianas. Bautista tuvo por vez primera en su vida la impresión
de que el impulso con que estas personas llevaban a cabo estas tareas provenía
de un remoto pasado, y que sólo restaba de él una extraña inercia cuyo efecto parecía
no cesar; tal como si hubiesen decidido, en aquel remoto y perdido pretérito, las
cosas que harían durante el resto de su existencia, y que, ahora, tan sólo se
limitaban a cumplir con rigurosa minuciosidad los pasos de un plan maestro que
era -o parecía ser- a la vez infalible e insoslayable.
Sacudió de su mente esos
vertiginosos pensamientos diciéndose a sí mismo: “¿Acaso no tengo problemas más
serios de que ocuparme? Estoy llegando tarde la oficina, y lo único que ganaré
será otro reproche del jefe”. Apuró su marcha, entonces; pero aquellos furtivos
fantasmas de su conciencia no dejaron de perseguirlo.
Caminando ya por la
avenida, vio en la vereda de en frente a la mujer de quien él había estado
enamorado largo tiempo. Sintió en su interior reavivarse vestigios de congojas
pasadas; jamás había tenido la oportunidad de que ella lo escuchase, de que en
verdad escuchase cuanto él tenía para decirle. Recordó al instante todos
aquellos años durante los que duró su idilio, y le parecieron, paradójicamente,
el periodo de su vida en que más vivo y feliz se ha sentido, pero también el
más turbulento y doloroso.
Supo entonces que las
fantasías, las suyas propias y las de sus semejantes, se extienden más allá de
las fronteras del sueño, y se inmiscuyen subrepticiamente dentro de las lúcidas
regiones de la vigilia, vestidas con el atuendo de la sobria realidad. Y una
vez allí, donde creemos los hombres hallarnos exentos de su influjo, ejercen
con mayor eficacia su dominio sobre nuestros actos, puesto que ignoramos por
completo su accionar.
Bautista comprendió así
que nunca le hubiera sido posible franquear los muros del sueño de su amada,
hallándose él mismo inmerso en otro, tan grande, tan profundo y tan hermético
como el de ella.
Se estremeció ante el
descubrimiento de cuán inmenso y trágico es todo destino humano, y se sintió
profundamente maravillado.
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